Por suerte tenemos un presidente perfecto. Bueno. Justo. Equitativo. Saludable. Además, ilustrado. Académico. Conocedor profundo de la economía. Del derecho. De las ciencias biológicas. Del medio ambiente. De la ingeniería. De la pluviometría. De la cosmología. De la gastronomía. De la teología. De la historia. Del deporte. Un presidente que también es polígloto. Habla español, inglés, francés, quichua (y pendejadas, si estas fueran idioma). Tiene dinamismo. Tiene arrestos. Pero, sobre todo, tiene la verdad. Y no solo que la tiene, sino que la verdad le pertenece.
Con semejantes atributos, los demás no contamos. Porque podemos saber de historia, pero no de fútbol. Podemos saber de derecho, pero no somos jóvenes. Podemos hablar pendejadas, pero no francés. Y así. Él es el único que reúne en sí todas las virtudes y, por eso mismo, nunca se equivoca.
Por eso, por estar imbuido de tanta ciencia, de tanto conocimiento, de tanta juventud, está en la obligación de corregirnos cuando nosotros, pobres mortales, viejos chochos o jóvenes imberbes, erramos y nos atrevemos a expresar un criterio distinto al suyo, siempre irrebatible, siempre incuestionable. Y entonces, con humildad, cabizbajos, cejijuntos (pero no tanto como el ministro de Gobierno, que ya se pasa), tenemos que reconocer que los epítetos que nos endilga son merecidos: nos los hemos ganado por no saber lo que él sabe, por no interpretar las cosas como él interpreta, por no obedecer sus lineamientos, sus directrices, por no acatar sumisamente sus sentencias.
Él, sabiéndolo todo, conociéndolo todo, nos encauza porque, entre otros de los muchos dones que tiene, está el de líder. Y, como líder, nos dice qué es lo que debemos pensar y qué no. Qué es lo que debemos hacer y qué no. Qué es lo que debemos decir y qué no. Y por eso, por todo lo que él es, espera nuestro reconocimiento. Nuestra adhesión. Si no la encuentra, nos castiga, nos envilece, nos zahiere, porque estamos apartados del redil, vamos por el mal camino, nos dirigimos por los senderos de la perdición.
La culpa, para él, es siempre de los otros. De todos aquellos que disienten. Por eso, si son economistas, pasan sin más trámite al rol de contadores. Si son ricos, al de pelucones. Si periodistas, al de bestias (salvajes o no, pero bestias, al fin), mediocres, mentirosos, pitufos. Si jóvenes, al de majaderos. Si compañeros de su movimiento, al de infiltrados. Si emigrantes, al de idiotas. La lista, que puede resultar interminable, no deja fuera a nadie que haya osado discrepar. Y a nadie, tampoco, que haya sido sorprendido haciendo un gesto considerado contrario a esa majestad que él encarna: para ellos, la cárcel.
Sin embargo, hay más: ahora su guardia pretoriana apalea, patea, pisotea. Acalla a toletazos cualquier brote de rebeldía, en el lugar que sea. Incluso en una universidad. Porque sí. Porque donde está el Presidente está la razón. La culpa, como él y sus áulicos lo han demostrado hasta el hartazgo, es de los otros.
Pájaro Febres Cordero
2 comentarios:
Amen!
Asi es mi pana. Amen
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